La pionera
Nosferatu (1922), del alemán F.W. Murnau, es uno de los primeros testimonios vampíricos en la gran pantalla. Como los herederos de Stoker no cedieron los derechos de la novela de Drácula para su adaptación, los realizadores se sacaron de la manga un Nosferatu calvo, dentudo y encorvado que aspiraba a clavar sus colmillos en el cuello de la joven Helen. El actor Max Schreck se creyó tanto el papel que sus compañeros de rodaje y gran parte del equipo técnico pensaban que era un vampiro de verdad. Esta leyenda es la base de La sombra del vampiro (2000), que recrea el rodaje de Nosferatu con un Willem Dafoe que da mucho miedito.
La clásica
Bela Lugosi es el Príncipe de las Tinieblas por antonomasia gracias al inmortal Drácula(1931) que dirigió Tod Browning para la Universal. Cuenta la leyenda, y así lo recoge la deliciosa Ed Wood (1994), que Lugosi también se creyó su papel hasta límites insospechados, llegando a dormir en un ataúd doméstico con la capa puesta (¿usaría también colmillos de plástico?). Es una de las primeras películas que adapta la novela de Stoker y su éxito fue tal, que la Universal inició la producción de una serie de filmes de horror basados en monstruos clásicos como Frankenstein, el Hombre Lobo o la Momia. Para la historia queda la imagen del conde bajando la escalera de su castillo en Transilvania.
La molona
Robert Rodríguez y su Abierto hasta el amanecer (1996) dieron un vuelco al género con la complicidad de un George Clooney recién salido de Urgencias. Él y Tarantino interpretan a los hermanos Gecko, un par de ladrones de baja estofa que después de su último golpe se refugian en un bar de la mala muerte (La teta enroscada) situado en la frontera mejicana. Todo son risas, chupitos y bailes eróticos hasta que dan las doce y los empleados del local se convierten en una horda de implacables vampiros. El numerito de Salma Hayek con la serpiente, las pistolas de agua bendita y el tatuaje de Clooney son algunas de sus imágenes más icónicas. Hay dos secuelas tan bizarras como olvidables.
La romántica
"He cruzado océanos de tiempo para encontrarte", le decía Gary Oldman a Wynona Rider en el Drácula (1992) de Francis Ford Coppola. Abiertamente erótica y sensual, es una de las mejores adaptaciones de la novela de Stoker y añade una dimensión trágica y romántica al mito vampírico. Drácula es un ser atormentado y primigenio que vende su alma al diablo y finalmente muere por amor. Vamos, que hasta casi nos cae bien y todo. Coppola hace magia con la puesta en escena, la banda sonora de Wojciech Kilar y el vestuario de la japonesa Eiko Ishioka. Una jovencísima y tremeda Monica Bellucci convertía en hombre a Keanu Reeves en una de las escenas más himnóticas.
La divertida
Roman Polanski demostró que los chupasangres podían dar juego humorístico con El baile de los vampiros (1967). El propio director se reservó el papel de Alfred, un torpe y papanatas estudiante de ciencias ocultas que acompaña al no menos lelo profesor Ambrosius en su viaje a la ignota Transilvania. El objetivo: demostrar la existencia de los vampiros. Tareda nada fácil cuando Alfred se enamora de la bella Sarah (Sharon Tate, con la que luego se casaría Polanski) y descubre además que los vampiros del lugar planean invadir la tierra. Vista hoy su humor ha quedado un poco desfasado, pero el gag entre Alfred y el vampiro gay sigue siendo un momento descacharrante.
La épica
Entrevista con el vampiro (1994), de Neil Jordan, explotaba el filón romántico delDrácula de Coppola añadiendo a la fórmula un toque épico y trascendente. Brad Pitt y Tom Cruise (Louis y Lestat) se buscaban las cosquillas durante dos siglos y, de paso, mantenían conversaciones sobre la inmortalidad y el sentido de la existencia. La historia bebía de la conocida saga de novelas de Anne Rice Las crónicas vampíricas, que volvió a probar suerte en la gran pantalla con La reina de los condenados (2002), esta vez sin mucho tino. Recordamos las intervenciones de Kirsten Dunst y Antonio Banderas y la imagen de un podrido Lestat tocando el piano y devorando ratas.
La generacional
Jóvenes ocultos (1987), de Joel Schumacher, es un título de referencia para los que crecieron en los ochenta. Quizá no sea una gran película, pero tiene el valor de haber descubierto el género a miles de chavales que empezaron a sospechar, como los protagonistas de la historia, que sus vecinos podían ser vampiros. Detrás de la cresta oxigenada de David se esconde un Kiefer Sutherland que empezaba a despuntar como ídolo juvenil. Su rival era Jason Patric, un pagafantas de cuidado que aspiraba a ser respetado en el instituto uniéndose a la pandilla de los malotes. Inmortal el look de los pandilleros: unos Bon Jovi de segunda que mezclaban cerveza y whisky (uhhhhh). Hay secuela, pero no la veas.
La indie
Oskar y Eli son los inolvidables niños protagonistas de Déjame entrar (2008), una gélida y escalofriante historia de amistad que utiliza el vampirismo como metáfora del tránsito a la adolescencia y de la búsqueda de nuestro lugar en el mundo. El director alterna con mano maestra secuencias de horror puro y escenas de tono tierno entre la pareja protagonista. Aún nos tiemblan las piernas al recordar la escena en la piscina. La novela que inspira el filme es sencillamente brutal y toca temas solo apuntados en la pantalla, como la pederastia, la homosexualidad, los malos tratos o el acoso escolar. La versión americana de 2010 es casi tan buena como la original.
La de dibujos
Vampiros en La Habana (1985) o cómo hablar del castrismo sin que se note demasiado es una rareza hilarante que lanza a los vampiros a la escena política. Juan Padrón dibuja la figura de una científico loco que inventa lo inventable: una poción mágica que permite a los vampiros pasearse a la luz del sol. Pepito, su sobrino trompetista, recibe el encargo de proteger la fórmula de manos de los clanes más poderosos de chupasangres. Los altivos europeos y los mafiosos norteamericanos harán lo que sea con tal de arrebatar el secreto a Pepito. Cuesta encontrarla, pero no te arrepentirás.
Las sagas
Los vampiros han dado pie a franquicias tan rentables como Underworld, Blade yCrepúsculo. La primera, de la que ya van cuatro partes, empezó siendo una original mezcla de vampiros y licántropos que ha terminado degenerando en un catálogo de posturas y morritos de Kate Beckinsale que explota la estética de Matrix. Mitad hombre, mitad chupasangre, Wesley Snipes compuso en la trilogía de Blade un antihéroe de resonancias trágicas que brilló muy alto en la segunda parte, dirigida por Guillermo de Toro. Y de Crepúsculo qué vamos a decir... Romeo y Julieta en versión posh marean la perdiz durante tres películas hasta que por fin, en las dos últimas, se dan el sí quiero y, ¡oh! se tocan.